Era
diciembre del 2004. Estábamos en Barcelona, España. Mi mejor amigo Carlos, su
esposa Normita y yo habíamos ido a visitar a mi entrañable amigo Armando Neria,
a quien habían mandado a la ciudad condal como corresponsal del periódico
deportivo Récord siguiendo los pasos del mexicano Rafa Márquez, quien en aquél
momento, formaba parte de la escuadra blaugrana.
El 21 de diciembre, el Barca
del holandés Frank Rijkaard jugaba contra el Levante del alemán Bernd Schuster.
Sí, el mismo Schuster que había jugado en el Real Madrid con Hugo Sánchez. Unos
días antes, ese diciembre, la FIFA le había dado el trofeo como mejor jugador
del 2004 a Ronaldinho. El maravilloso número 10 del equipo culé. El que hacía
magia en el terreno de juego.Y nosotros estábamos ahí y teníamos la posibilidad
de ver en vivo al mejor jugador del mundo, así que nos dimos a la tarea de
conseguir boletos para el partido. Armando evidentemente tenía pase de prensa,
pero nosotros no. Eran otros tiempos y los boletos no se compraban desde el celular
como hoy. Así que tuvimos que ir a las
taquillas del Camp Nou.
Justo antes de llegar a preguntar, nos interceptó la
versión catalana de Pedro Picapiedra. Un tipo gordo, grande y con una gran
sonrisa.”¿Quieren entradas eh?” Nos preguntó. “Yo les ofrezco boletos a menor
precio que los oficiales” dijo muy seguro de sí mismo. Dudamos. Pero por
arrebato, por pena, por miedo o por las
ganas locas de ver a Ronaldinho, le dijimos que sí. Creo recordar que le dimos
la mitad del precio acordado y quedamos de vernos minutos antes de que empezara
el encuentro a las afueras del estadio para pagar el resto, recibir los boletos
e ingresar al partido. Nos fuimos con más dudas que certezas. “Seguro nos robó”
dijo alguien. “¿Cómo puede ser que nos venda los boletos más baratos que en
taquilla? Preguntó alguien más. “Somos unos pendejos” pensé yo. Ese día nos
fuimos al Park Güell a pasar la tarde. El ánimo en el grupo no era el mejor.
Nos habían robado. Era evidente. Nosotros, habitantes de la Ciudad de México,
acostumbrados a las tranzas y a los robos y ¿ habíamos caído en una trampa tán
fácil?”. No nos lo perdonábamos. Nos fuimos caminando desde el parque hasta el
departamento de Armando. Quien aseguraba que ya en un par de cuadras
llegábamos. Y pasaba el tiempo y pasaban las cuadras y nada. -“Ya es aquí, en
nada llegamos” -volvía a decir Armando-.
Y volvían a pasar los minutos y las cuadras. Después de no se cuanto
tiempo y no se cuantas cuadras, finalmente llegamos. Agotados. Hartos y
convencidos de que además, habíamos sido estafados. Nos sentamos a tomar algo.
“¿Vamos en la noche al estadio a confirmar el hurto o ya mejor nos damos por
vencidos y vemos el partido por televisión?” -Era la pregunta que rondaba en el
aire-. Después de mucho pensar y debatir, decidimos ir. Total, no perdíamos
nada más que el dinero que ya habíamos dado. Así que tomamos la Línea 3 del
metro y nos bajamos en la estación Palau Reial.
Anduvimos
unos 10 minutos a pie hasta llegar al lugar acordado. Nada de nuestro vendedor.
Compramos unos churros rellenos en un puesto callejero buscando hacer tiempo.
Nada. Caminamos a lo largo de toda la calle para ver si lo encontrábamos. Nada
aún. Regresamos al punto acordado. Ni sus luces. El inicio del partido estaba
encima. El robo se había confirmado. Nos dimos la media vuelta y enfilamos de
regreso a la estación de metro. Tristes por haber sido engañados, robados y por
habernos quedado a tan pocos metros de ver al Barca y al mejor jugador del
mundo. Íbamos ya dispuestos a dejar el barrio de Les Corts, cuando de repente,
ya dando todo por perdido, escuchamos un grito a nuestras espaldas -“Hey
chicos”- voltéamos y ahí estaba. Era el vendedor de boletos. -“Una disculpa,
pero se me ha hecho tarde, les presento a mi viejo”- dijo. Todos nos voltéamos
a ver sorprendidos. Sonreímos. No lo podíamos creer. Lo habíamos logrado. Sacó
de la bolsa de su cazadora de mezcilla azul clara 3 tarjetas. 3 abonos de
temporada, cada uno con foto. Nos dió una tarjeta a cada uno e instrucciones
precisas. “Estos son abonos de gente que no vino al partido” – “Ustedes los van
a entregar pero no volteen a ver a los ojos a las personas de la entrada” “Es
más, agachen la cabeza mejor”. “Una vez
adentro, cuando lo hayamos logrado me pagan la diferencia”. No lo podíamos
creer nuevamente. No nos habían robado pero ahora podríamos acabar en la
cárcel.
Con
miedo, Carlos, Normita y yo hicimos lo que nos dijo. Armando huyó con su pase
de prensa. Recuerdo que yo tomé el
carnet en mi mano izquierda. La mano derecha la guardé en la bolsa de mi chamarra
roja. Me puse mi gorro para el frío, escondí media cara por debajo de la
bufanda y me formé. Los 3 en filas diferentes.
Poco a poco fue avanzando la gente. Me pareció una eternidad. Yo ya me
imaginaba hablando a mi padre para que fuera a sacarme de prisión. Llegó el
momento. Entregué el abono temblando. Hundí más la cara en la bufanda. Sudaba a
pesar del frío. Estoy seguro que el tipo de la entrada ni me volteó a ver. O
probablemente sí y únicamente le causé risa porque no dijo absolutamente nada. Ya
adentró busqué por todas partes a mis cómplices. Y ahí estábamos. Adentro los
3. Saldo blanco. Ningún detenido. Finalmente lo habíamos logrado. Estábamos
adentro del Camp Nou.
Pagamos
la diferencia que teníamos pendiente con nuestro dealer de boletos. Caminamos
junto con él y su viejo a los lugares. Todos juntos y felices como una familia
de delincuentes después de haber consumado un atraco. Eran unos súper lugares. Nivel de hasta abajo
justo atrás de la banca del Barcelona. A 20 metros de los jugadores suplentes.
Antes
del inicio del partido salieron todos los jugadores. Ronaldinho encabezando la
fila. En sus manos llevaba el trofeo que le acababa de dar la FIFA como mejor
jugador del 2004. El astro brasileño dirigió unas palabras a toda la afición
culé. Básicamente dedicando el premio a todos y cada uno de los presentes. Nosotros incluídos evidentemente. Mi amigo
Carlos era gran aficionado del Barca en aquéllos ayeres. Así que no daba crédito a lo que estábamos
viviendo. Yo tampoco. A pesar de ser fanático del Real Madrid. Estábamos en uno
de los mejores estadios del mundo y Ronaldinho nos acababa de dedicar y
agradecer su premio. Nada podía ser mejor.
Inició
el partido. El Barca era una aplanadora. Pero en ese partido empezó a acusar el cansancio de media temporada. De 13
victorias en 17 partidos. Le vendría de perlas el descanso navideño. El primer tiempo acabó apenas 1 -0 a favor
del equipo local con un gol de Alexis al minuto 28. Poco que contar a casa durante
la primera parte. El árbitro pitó el final y los equipos se iban al
descanso. Armando bajó del palco de
prensa para compartir con nosotros durante el medio tiempo. Aprovechamos para
comprar un bocata de jamón y una cerveza Estrella Damm.
Pasaron
los minutos. Saltaron los jugadores nuevamente a la cancha. Al final, siempre
más rezagados los jugadores suplentes comenzaron a tomar sus lugares en la
banca que teníamos a unos cuantos metros enfrente de nosotros. De repente se escuchó a lo lejos un grito
–“Armando”- No hicimos caso y seguimos platicando. Nuevamente se escuchó
–“Armando”- No era nuestra imaginación. Alguien le gritaba a mi amigo. Volteamos para todos lados pero no logramos
ubicar de donde venían los gritos. Un tercer grito ahora más fuerte –“Armando”-
de repente, todos volteamos a la banca del Barca. Justo de ahí venían
los gritos. Cuando lo ubicamos con la
mirada, un niño suplente del Barcelona simplemente levantó la mano y la agitó
saludando con muchas ganas a mi amigo quien de manera educada le devolvió el
saludo. Después del saludo, el chaval se guardó finalmente en la banca y tomó
su lugar. “¿Quién es?” - le preguntamos a Armando. “Es un chico de 17 años de
las básicas del Barca que juega simplemente espectacular. Ese chaval la va a
romper”. Dijo Armando. Era un chaval que jugaba con el número 30 en los
dorsales en el 2004 cuando le dieron el premio a Ronaldinho como mejor jugador
del mundo. Su nombre: Lionel Messi.